No había posibilidad de salir a pasear aquel día: por la mañana, durante una hora habiamos caminado por entre los deshojados arbustos; pero después de comer, el viento frío del invierno, había acumulado grupos de nubes plomizas, de las que se desprendía una llovizna penetrante que impedía salir fuera de la casa. Yo estaba contenta, puesto que nunca me han gustado los paseos largos, y mucho menos en tiempo frío y húmedo, temerosa de regresar al anochecer con los huesos entumecidos, contrariada conlas acriminaciones de Bessie, el aya, y humillada, además, por la convicción de mi inferioridad física, en comparación a la de Elisa, Juan y Georgiana Reed; los que a nuestra vuelta se encerraban en el salón y junto al fuego hacian feliz a su madre colmandola de caricias.
Mi dormitorio, que estaba al lado de la sala, contenía una taquilla con libros: aquel día tomé uno de ellos que tenía muchas láminas, subí a la ventana y con mis pies cruzados a lo turco, dejé caer la cortina roja que me aislaba del interior de la habitación, y los cristales por el otro lado, sin quitarme la luz me protegían del frío humedo de aquel obscuro día de noviembre. A intervalos y volviendo las hojas del libro me detenía a mirar el aspecto de la tarde: a lo lejos se presentaba un denso y pálido velo de nubes y de niebla; alrededor de mí, un campo húmedo y triste, lleno de los despojos de los floridos arbolitos de verano, que habian sido reducidos a tan lamentable estado por las contínuas lluvias y escarchas. El libro que tenía en la mano, no me distraía mucho; pero algunas páginas, aunque era muy niña, me interesaban sobremanera y no podía pasarlas por alto.
De todo esto formaba esas ideas confusas que atraviesan el cerebro de los niños y que tan fuertemente les imprecionan, las palabras de esta historia se relacionaban con las viñetas que le daban mas viva significación.
No puedo decir el sentimiento que me inspiraba el tranquilo cementerio con sus piedras e inscripciones, su puerta flanqueada por dos árboles, su horizonte visible por la rotura del muro, a través del cual se divisaba la naciente de la luna. Se veian tambien dos barcos en calma en un mar estancado y que me parecían fantasmas marinas; el buitre impasible sobre solitaria roca aguardaba su presa, y atemorizados mis ojos rehuían su vista.
Cada pintura tenía su historia misteriosa para mi poco desarrollada inteligencia y mis sentimientos candorosos; pero sin embargo profundamente interesante; tan interesante como las historias que Bessie nos contaba algunas veces en las noches de invierno, cuando por casualidad, estaba de buen humor, y traía sus útiles de planchar al comedor, permitiendonos sentarnos alrededor, mientras ella rizaba el gorro de dormir de la Señora Reed, alimentando nuestra hambrienta atención, con pasajes de amor y aventuras tomada de antiguos romances de hadas y añejas baladas, o incidentes de las páginas de Pamela y Enrique, conde de Moreland, como mas tarde llegué a sabér. Con el libro en mis rodillas era feliz, al menos a mi modo...
viernes, 30 de mayo de 2008
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